La Función de las Aves
Imanol Subiela Salvo
Texto realizado para acompañar la exhibición “Concierto Nacional de Aves Nr.9”, Óvalo, BsAs, 2024Un concierto es un espacio de encuentro. Las personas llegan al teatro, a una sala, y se acomodan alrededor de la música y el canto. El concierto es una ceremonia. Podría ser una misa, pero digamos que una mucho más divertida. Lo que sucede ahí, el tiempo que dure la melodía interpretada, se impone sobre todo y el mundo se suspende y se pierde en un intersticio determinado. En un concierto no hay preocupaciones, deudas, impuestos que pagar, compras por hacer, ni enfermedades para curar. Lo único que hay es música. La orquesta y el coro son una entidad todopoderosa, capaz de mover los hilos del mundo con algo que no se ve, ni se toca, pero que sí se escucha.
Del otro lado del escenario, en la platea y los palcos, el público. Un conglomerado de personas que no tienen la más remota idea de quién es el sujeto que tienen al lado. Puede ser un funcionario, una vecina, una doctora, un policía o un estudiante, pero da igual, eso no es lo que importa; lo único que vale la pena es escuchar. Mientras el concierto sucede, las biografías se borran. Las personas que asisten al espectáculo no tienen historia, propiedades, rivalidades ni amistades. Solo se tienen a sí mismos y a la música. La música, entonces, al igual que la orquesta y el coro, también puede ser una presencia todopoderosa.
Así como en épocas remotas las personas se juntaban alrededor de un fuego precario para escuchar historias locales, hoy un concierto es ese fuego. Las personas siguen asistiendo a un mismo encuentro tribal y por una noche son nadie. No existe la polarización, ni tampoco la dicotomía. No existen las reglas de la radicalización, ni el mercado, ni la cotización. No existe nada. Solo un puñado de personas juntas, escuchando un concierto. Fundiéndose en una sucesión de notas que alguna vez alguna persona o algún pájaro escribió en un pentagrama.
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Una obra de arte es sólo ficción. Sería ridículo pedirle que ofrezca alguna Verdad –esa que se escribe así en mayúscula–. Una obra de arte debería ser liberadora, un espacio para arriesgarse, para decir eso que no se puede decir, sin pagar consecuencia alguna por enunciarlo. No se puede encontrar Verdad en la ficción, es apenas un punto de vista. Esperar que una obra “explique”, “analice”, “reflexione” o se “refiera” a algo es pensar que el arte es una práctica netamente utilitaria, es decir, que sólo sirve para estar al servicio de otra cosa, que su propia existencia no tiene peso, ni valor, ni es suficiente para habitar este mundo. Como dijo alguna vez el escritor Juan José Saer en El concepto de ficción: “La ficción no solicita ser creída en tanto que verdad, sino en tanto que ficción. Ese deseo no es un capricho de artista, sino la condición primera de su existencia, porque sólo siendo aceptada en tanto que tal, se comprenderá que la ficción no es la exposición novelada de tal o cual ideología, sino un tratamiento específico del mundo, inseparable de lo que trata”. Lo que Juan Reos hace en sus trabajos más recientes –y también en los que exhibe en esta oportunidad– es justamente eso mismo: crear ficción.
Suponer que lo que hay detrás de esta gran pintura, de las esculturas y de la performance “Historia de un caballo” es un tema, una categoría, un hashtag, es arruinar la conducción de existencia de estas obras. Detrás de ellas sólo hay –otra vez– una ficción, un invento. Las obras no están al servicio de nada más. Solo se deben a ellas mismas. Asignarles un tópico sería traicionarlas porque ya no serían una fantasía, sino un instrumento para atender otras ideas y problemas que no son propios del arte, ni de un proceso de creación. Forzar a que una obra deje de ser posibilidad plena y libertad absoluta, para que responda a otras cuestiones, convertiría a la obra en un objeto inerte, cuyo valor radica en la utilidad que ofrece o en el dinero que se puede ganar vendiéndolo en MercadoLibre.
En el ensayo Contra lo útil, el director de teatro y dramaturgo Mariano Tenconi dice: “Quienes se relacionan con las obras desde el tema, para decirlo de una vez, detestan el arte (...). En las condiciones actuales todo debe ser útil, todo debe ser productivo y la mayoría de las personas están ocupadas en exhibir sus egos desmedidos y justificar su existencia basándose en los buenos valores que inventó el mercado para satisfacerlos. En ese contexto lo único que se opone a ‘lo útil’ es el arte”.
Nadie reclama la existencia de una pintura gigante con un concierto de aves. Nadie la precisa tampoco. Sin embargo, ahí está, delante de nuestros ojos. Y el valor secreto de esa imagen, de esa fauna reunida alrededor de un árbol, es justamente ese: que exista.
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Las fábulas han sido el gran escenario de los animales. En ellas actúan como personas, hablan y tienen carácter. Hay textos de filósofos griegos que usan fábulas para explicar ideas y pensamientos. Por ejemplo, Esopo fue un gran fabulista de la época Clásica. Entre sus cuentos más populares estaba la fábula de la rana y el escorpión. En ese relato, un escorpión le pide a una rana que lo ayude a cruzar un río, sin embargo, el anfibio desconfía un poco del pedido y le pregunta al escorpión: “¿Cómo sé que no me vas a picar?”. Para persuadirla, el escorpión le dice que, si lo hace, ambos van a morir ahogados. Ante semejante argumento infalible, la rana acepta, pero en la mitad del trayecto el escorpión la pica. Mientras ambos animales se hunden, la rana le pregunta a su ex pasajero por qué hizo eso y el escorpión responde: “No pude evitarlo, es mi naturaleza”.
Durante siglos, la lectura de esta fábula fue bastante moralista. Según la versión del manual Kapelusz que se consulte, una moraleja podía ser: “No confíes en las apariencias, si alguien es malo te va a dañar”. Otra: “Las personas que son malas no pueden evitar hacer daño”. Sin embargo, también se puede interpretar que esta fábula habla más bien de los impulsos, que no necesariamente son malos, sino sólo son inevitables. Dicho de otro modo, la fábula habla del quehacer de los artistas porque ellos producen simplemente porque no saben o no quieren hacer otra cosa. Qué más podía hacer Juan Reos que una pintura gigante y un conjunto de esculturas. Es su naturaleza.
Es el impulso por crear lo que define a un artista. No es la demanda, ni el mercado, sino su propio carácter.
Esa energía inevitable, ese impulso misterioso, es lo único que se necesita para producir, para crear una ficción. Si lo que lleva a producir no es ese impulso, lo que salga de ese proceso probablemente no sea una obra de arte, sino otra cosa. Quizás producir arte tenga que ver con esa fábula del escorpión y la rana, con hacer algo porque sí, incluso teniendo la certeza de que puede arrastrar a quien lo haga al fondo de un río. Abandonar ese riesgo sería abandonar el arte y, por qué no, correr el riesgo de dejar de ser un artista.
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El Concierto Nacional de Aves Nº 9 de Juan Reos es el fuego alrededor del cual hoy nos sentamos. Ya todos los pájaros están en posición y, al parecer, hay función continuada, pero luego sigue el teatro de burros y no más cantos de diversos plumíferos. Estas presentaciones se ponen al servicio de su público. Quien quiera oir que oiga y quien quiera ver que mire. La ficción está dispuesta delante de nosotros. No ofrecerá verdades, ni certezas, solo una fantasía, un universo paralelo y lejano de este mundo gris e inflacionario que existe cada vez menos. El Concierto Nacional de Aves Nº 9 es una fuga, un respiro, y luego, cuando todo haya terminado, las cosas volverán a su lugar y el ruido se volverá escuchar y las preocupaciones reaparecerán y las deudas tendrán que ser pagadas. Pero mientras tanto, disfrutemos del espectáculo.
Silencio. El show está por comenzar.
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