De las viscosas criaturas en el jardín oculto

Patricia Rizzo

El texto realizado para acompañar la muestra Fantasía grotesca. Galería Jardín Oculto, Bs As, 2009


Ellos parecen salir de la bruma en la que consisten las pesadillas, pero no; más bien se manifiestan amigables. Si se observan con atención, uno tiene idea de que los monstruos se esfuerzan por estar tranquilos, e inclusive, de posar para el artista. El escenario oscila entre deforme y nostálgico y un clima de religiosidad si se quiere, pagana, aloja un mundo de historias escondidas.

Juan Ignacio –Reos, como todos le dicen– plantea en cada pintura una situación y el que mira redondea a su modo, el sentido de la obra. Un clima envolvente, denso y misterioso parece anticipar la trama. Hay una evocación presente a algún lugar que no nos es del todo desconocido, y que a pesar de que se manifiesta a través de seres extraños y viscosos sin dudas tiene una medida humana. En una lectura más detenida podemos inferir que se evidencia que esos extraños seres, aunque se ofrecen a todo un abanico de interpretaciones, se relacionan directamente con historias que tienen que ver con quién los creó y las narraciones giran alrededor de un núcleo que nace en algún punto ubicado en su memoria y se expanden, a la memoria y al sentido del que mira.

Un misterioso anacronismo flota en el ambiente y gradualmente se van revelando una serie de símbolos que pasan de un cuadro a otro. Estos arrojan una serie de elementos que se descubren entre pliegues a veces retorcidos y anticipan una tormenta que todavía no se ha desatado. Hay cierto recelo en el artista para entregarse a lo instantáneo, a la posible espontaneidad de esos monstruos que lo delatan, y que más que una dimensión extraña muestran las aristas de quién viene cargando hace tiempo con su propia obra.

Cada pieza funciona de manera autónoma pero también en series, cada una comienza y continúa una saga que se mueve en forma circular. También las criaturas, aparecen vagando por sucesivas instancias en distintos cuadros. El uso del acrílico pero en una medida sin densidad, el tratamiento sin estridencias, con colores no tan simples pero sí más bien uniformes, de esas pinturas que tienen cierto sentido clásico –pero no solemne- con ciertos verdes amarronados mezclados hasta dar con matices monocromos, logran una opacidad serena. Rara esa tranquilidad, porque también hay algo un poco dramático y también algo carnal, pero dentro de un clima naturalista, porque estos monstruos terminan por no asustar, en tanto envuelven al que mira de un modo íntimo y conocido y se instalan en el campo de lo emocional.

La atmósfera que prevalece se nutre de circunstancias y de impulsos puntuales. Es reconocible porque todos tenemos secretos, y aunque no todos una imaginación nostálgica, todos quisiéramos habitar el terreno de los sueños. Allí esos y muchos otros acontecimientos se nos permiten y podemos escondernos en lo que cada uno imagina como su jardín oculto.

Es relativo, pero el mundo está lleno de signos extraños que se muestran fuertes y reconocibles. Y complicado, porque la realidad sí que es brumosa y estamos muy necesitados de la escenificación de lo irreal, cuando ciertamente el transcurrir, se avecina hacia ella. Hay algo ritual en ese terreno pantanoso que atrae a los que recordamos bien que creíamos que había seres en cada uno de los rincones, que nos espiaban, que habitaban nuestros acontecimientos y de los que posiblemente pudiésemos hacernos amigos.

Reos comparte los suyos, y como se hicieron visibles, habla de ellos un tanto aliviado, como quién encontró un modo que lo ha despojado cada vez más de una obsesión (que compartimos) quienes sentimos con ciertas dudas lo veraz, y miramos con atención y complicidad en los huecos de los árboles, debajo de las camas, detrás de los espejos.






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